Publicada el 25 julio, 2016 en https://educadordemenores.com/

Acabo de llegar de pasar unos días en el camino de Santiago con un grupo de adolescentes de varios centros de menores y no paro de darle vueltas a lo vivido. santaigo-300x181

Han sido unos días estupendos, en los que las largas caminatas unidas a la intensa convivencia han facilitado la comunicación y el conocimiento entre menores y educadores/as. El éxito de este tipo de proyectos se fundamenta en su capacidad para generar una experiencia en el adolescente; el binomio caminar y convivir conlleva poner en juego esfuerzo, superación, comunicación, respeto, colaboración y reflexión. Se produce un aprendizaje experiencial que pronto moviliza y activa los resortes personales. Al sentir y vivir desde lo concreto y lo inmediato (la experiencia de caminar junto a otros) el adolescente se abre y se muestra receptivo. Como me decía una educadora, “da la sensación que una mañana de caminata te invita a abordar más temas con los menores que durante todo un mes en el centro”. El tiempo de relación educativa parece que se concentra y de repente todo el día se convierte en oportunidad de encuentro y por lo tanto de intervención.

Partíamos con un grupo catalogado con innumerables déficits y problemas, que generaban en el equipo educativo ciertas dudas de cómo resultaría la experiencia: retrasos madurativos, trastornos de alimentación, absentismo escolar, problemas de conducta, violencia intrafamiliar, impulsividad y problemas de autocontrol, retraimiento y timidez extrema, etc… Lo que apenas habíamos contemplado era que también íbamos a pasar unos días estupendos con unos adolescentes muy bien dotados de otro tipo de capacidades apenas reconocidas. Y que por supuesto no habían sido contempladas como criterio para que fuesen derivados a ninguno de nuestros centros y tampoco para participar en la experiencia que les habíamos propuesto.

Y éste ha sido mi gran descubrimiento durante estos días de convivencia: las capacidades tan desaprovechadas de los menores con los que habitualmente trabajamos en los proyectos sociales. Parece mentira que a mis años me deje sorprender por una cosa tan sencilla y evidente, pero seguramente me he dejado fácilmente atrapar por el atractivo cotidiano que suponen los indicadores y diagnósticos sobre sus problemas y carencias.

Aprovechando el clima positivo que se había generado para la comunicación, en una de las largas mañanas de caminata me dediqué a preguntar a los adolescentes sobre cómo les había ido el curso escolar. Me quedé impresionado, lo sabía de sobra pero escucharlo de bocas tan diferentes me dejó abrumado. Prácticamente todos ellos coincidían en la misma situación “fracaso”. Repeticiones, cambios de colegio, expulsiones, diferentes medidas de atención a la diversidad, incluso colegios de educación especial… pero ninguna situación de “éxito y satisfacción”.

¿Cómo puede ser que los mismos adolescentes que estaban demostrando tantas capacidades estos días, fuesen los últimos en el ámbito escolar? Esfuerzo, comunicación, reflexión, actividad física, creatividad, colaboración… han sido algunas de las competencias que se han trabajado en este proyecto y en las que han destacado de forma llamativa muchos de los participantes. Me atrevería a afirmar que estos días he convivido con algunos menores de “altas capacidades” en estas dimensiones y creo que no estaría exagerando. Cómo puede ser que Rubén con una velocidad y agilidad increíbles (superior a la de nuestro educador más atlético) no participe en ningún equipo deportivo de su instituto. Cómo puede ser que Ahmed sea capaz de improvisar “rapeando” durante cinco minutos las cualidades de sus compañeros sin interrupción, y no apruebe ni una solo asignatura, incluida lengua castellana.

Cómo puede ser que Verónica con su capacidad de comunicación para expresar en grupo los sentimientos que le generan sus vivencias familiares, no participe en ninguna reunión ni asamblea escolar. Cómo puede ser que Tania sin grandes capacidades físicas y que nunca ha hecho deporte sea capaz de resistir una marcha de 25 km sin una sola queja, y luego no pueda presentar los trabajos que le piden a final de curso para aprobar.

¿Qué ocurre con nuestro sistema escolar que no es capaz de aprovechar, desarrollar y valorar estas capacidades de los adolescentes?. Es más, con frecuencia hace lo contrario, al no reconocerlas y centrarse en sus carencias, lo que provoca lenta y sutilmente es exclusión. Generando muchas veces conductas desadaptadas y de rechazo hacia la normalidad dominante, que acerca a los menores hacia entornos y relaciones de riesgo.

Resiliencia, comunicación, creatividad, habilidad psicomotriz, etc, son también competencias que debiera valorar el sistema y que podría colocar a estos adolescentes en una situación de ventaja social, todo lo contrario del prefijo “des” que por desgracia siempre les acompaña. Creo que ésta es una de las aportaciones que está llamada a realizar la Educación social del siglo XXI. No quedándose en el ámbito de la educación no formal, en la esfera de la animación, del mero tiempo libre, o incluso del altruismo, sino yendo más allá y reivindicando con firmeza otra forma de educar y de afrontar los problemas de exclusión social. Defendiendo el aprendizaje experiencial, la pedagogía positiva y de la vida cotidiana, el valor de las competencias emocionales y creativas; como modos y espacios reconocidos de formación. No me conformo con que Ruben, Ahmed, Verónica, Tania y todos sus compañeros hayan tenido una experiencia de crecimiento con sus educadores durante estos días. Me gustaría que la misma repercutiese y se incorporase también a sus entornos de formación. Contribuyendo a reforzar otros modos de enseñar y de evaluar el aprendizaje que el ámbito educativo va poco a poco incorporando. A la vez que los educadores/as sociales seguimos construyendo y ofreciendo otros espacios educativos que reconozcan, hagan visibles y pongan en valor las capacidades de estos chavales, como camino para superar dificultades y abandonar los riesgos de la exclusión.

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